El nuevo proletariado, por Juan Pedro García del Campo

Las modificaciones más profundas de la relación social basada en el dominio capitalista se produjeron después de la segunda gran guerra. Vencido el fascismo y consolidado un ámbito geográfico (la llamada «Europa del este») en el que la explotación no podía asentarse sobre la propiedad privada, la irreductibilidad de las fuerzas organizadas del proletariado, la potencia demostrada frente a la estrategia tendente a imponer el dominio de manera agresiva, llevaron a las mentes del orden a planificar una nueva estrategia: garantizar el poder y la apropiación mediante un cierto compromiso que anulara la evidencia de la desigualdad y que generase un consentimiento mayoritario (que anulase el conflicto abierto moderando sus causas): una renuncia al beneficio ilimitado, una mayor participación obrera en la riqueza obtenida, mediante políticas activas contra las bolsas de paro, políticas de desarrollo intensivo y extensivo, aumento ocasional de los salarios ligando su crecimiento al de la productividad o generación de un espacio de concordia estructural en torno a los «gastos sociales». Superación de la crisis y recomposición de la obediencia por la generación de un espacio social de reconocimiento: independencia política y desarrollismo productivo en el tercer mundo; «estado del bienestar» en el primero. Producción de masas y consumo masivo. Políticas de gasto público de corte keynesiano para incentivar la demanda, organización fordista de las relaciones salariares. Un «bienestar» basado en el consumo, identificado con el consumo, autojustificado por el consumo que, con la anuencia y la colaboración de las organizaciones clásicas de la clase obrera (que quisieron ver en ello una vía desarrollista de reparto de la riqueza, un camino al socialismo), redujo la conflictividad social y permitió además la extensión de la salarización a buena parte de los sectores sociales que hasta entonces quedaban al margen de la misma. La dinámica de la apropiación y de la explotación del trabajo ajeno tuvo entonces un auge insospechado; el sector de los servicios, el sector publico, el transporte, la sanidad, la educación, tradicionalmente relegados a la esfera de la reproducción social, se incorporaron masivamente a la dinámica productiva en lo que supuso una extensión social de las relaciones de fabrica o, si se prefiere, una refundación social de la explotación.
  Sin embargo, con este proceso no terminó el ciclo de la rebelión: se amplió, más bien, su base y su potencia. Si en las etapas anteriores la obligación de trabajar para otro derivada de la apropiación, la explotación y el dominio como normas de la relación social, se hacían evidentes en los ámbitos fabriles, ahora, la salarización de la mayor parte de las relaciones laborales y de sus correspondientes figuras sociales permitía que la percepción de la estructura del dominio fuera generalizada y, por eso, que las revueltas también lo fueran. Con la ampliación social de la zona de conflicto posible, la esfera del enfrentamiento no se atenía ya exclusivamente a las reivindicaciones sindicales clásicas y no consideraba tampoco que su exigencia de liberación tuviera que jugarse entre éstas y la toma del poder, entre todo y nada. La participación de una nueva clase obrera no-fabril, de un proletariado identificado finalmente con el conjunto de los sometidos al mando, en las revueltas de los años sesenta y setenta —en los alrededores del 68— (jóvenes, mujeres, minorías étnicas, estudiantes, trabajadores de los servicios públicos o de sectores tradicionalmente relacionados con las esferas de la circulación de mercancías, saberes o prácticas, individuos claramente abocados a un horizonte de explotación en proceso de ampliación, a un espacio de obediencia que se extendía como estupidez y espectáculo), marca los nuevos límites del conflicto en una realidad social que, aunque ha salido de los marcos de la relación-fábrica, no ha escapado a su ley de funcionamiento, que aunque ha ampliado los márgenes del enfrentamiento, no ha bajado en intensidad. Es esto algo que no entendieron —o no quisieron entender— muchos de los viejos militantes comunistas, pero que fue perfectamente comprendido por las nuevas multitudes que llenaron calles y transformaron su uso, que ocuparon fábricas, instituciones, hospitales, oficinas y centros de enseñanza, proyectando nuevas formas de usarlos y de ponerlos al servicio de la liberación posible, colapsando así el modelo social que el capital había intentado construir sobre la integración y el compromiso.
  No se trata de que los «movimientos sociales» hayan sustituido al movimiento obrero, como suele decirse desde la ausencia de pensamiento o desde la complicidad culpable. El proletariado, los explotados y sometidos a dominio para la apropiación, cuyo foco más consciente fuera en un tiempo el obrero fabril, como consecuencia de la reestructuración social continuamente regenerada por la lucha de clases, se compone de una forma nueva y estructura el enfrentamiento en una nueva escala: la de lo social en su conjunto, la de la dominación, precisamente. No tiene sentido hablar de «movimientos sociales» al margen del conflicto abierto entre la libertad y la explotación, entre la liberación y el dominio, como si «lo social» no estuviese atravesado y constituido por la fuerza del antagonismo. Están en esto afectadas todas las relaciones interhumanas, en lo productivo y en lo simbólico, en lo estructural y en lo microfísico. Lo social, en su conjunto, es el campo de batalla. La apropiación, la explotación y el dominio, son las cuestiones en juego. Y en esta partida, aunque a algunos les pueda parecer que desdibujados, sigue habiendo dos bandos.
  Con todo, la modificación producida en la superficie conflictual de las sociedades capitalistas no es un simple cambio de forma: del mismo modo que modifica las determinaciones del funcionamiento sistémico (que ahora, a partir de la extensión desbocada del consumo de masas, hace entrar en el mecanismo de la dominación el mito del acceso generalizado a la riqueza socialmente producida, el mito de la compra-siempre-posible) arroja también perspectivas de liberación totalmente nuevas y posibilidades de acción mucho más potentes. Cuando lo social es reconocido como el ámbito de la apuesta, cuando se abandonan las limitadas concepciones que entendían el enfrentamiento de clase constreñido a los limites de lo salarial-sindical y centraban la tarea revolucionaria en la estrategia y la actuación tendentes a una «toma del poder» que coincidía con la toma de los aparatos del Estado, cuando la dominación —y no ya sólo una cierta determinación de la relación «económica» o productiva— es reconocida como la clave, de la que las articulaciones económico-productivas de los distintos modos de producción son norma funcional pero no esencia, se ha producido un salto sin precedentes en la comprensión cabal del ciclo del enfrentamiento y se ha abierto un campo de una amplitud insospechada para la experimentación revolucionaria.
  Las visiones estrechas de la composición de la clase obrera, de su unidad esencial y de su naturaleza antagonista, han saltado por los aires; no más reducción a la consideración del puesto de trabajo, ni del tipo de mercancía producida; ni siquiera tiene ya sentido por sí misma la mera consideración de la cantidad del salario percibido ni la identificación del proletariado con la condición formalmente asalariada. Las determinaciones de la salarización son mucho más complejas de lo que la apariencia permite prejuzgar. A partir de la complejidad social producida en la segunda mitad del siglo XX, el proletariado está en cualquier puesto de trabajo y en cualquier sector del entramado socio-productivo: sin salario, con niveles de salario que apenas alcanzan a superar el nivel estándar de pobreza o con salarios comparativamente medios o altos, incluso entre quienes se han visto forzados a constituirse legalmente en trabajadores autónomos o auto-empresarios (la más novedosa modalidad del trabajo por obra o a destajo, que disfraza el salario como si fuera renta). Pero también en cada uno de esos lugares pueden encontrarse guardianes del orden que trabajan para la explotación y el dominio. Aunque pueda hacerse una aproximación sociológica a la descripción de la composición de clase del nuevo proletariado, el proletariado no es —nunca, en realidad, lo ha sido— una categoría sociológica. Si estadísticamente, y en un grado abrumadoramente significativo, la clase obrera se mantiene en los «niveles de vida» más bajos (algo que se sigue necesariamente de las condiciones de la apropiación y del reparto social de la propiedad y la riqueza), esa categoría descriptiva no tiene la determinación del concepto. El sometimiento a la relación salarial que permite identificar a la clase obrera no se mide por la efectiva retribución mediante el expediente formal del salario, sino por la separación estructural de la propiedad de los medios de producción que, precisamente, determina el salario como contra-valor del sometimiento. En una aproximación que sigue, con todo, siendo excesivamente formal, podríamos decir ahora:
  Nosotros, los obligados al trabajo, los sometidos a una relación de dependencia, a la generación de riqueza para otros, a la producción de unas mercancías (materiales o simbólicas) que no servirán para la liberación y la autonomía sino que reproducirán su bienestar y nuestra dependencia.
Ellos, los que se apropian del trabajo ajeno, los que mantienen bajo dominio las potencias liberadoras de la actividad humana reconduciéndolas para su beneficio, los que se han apropiado y cada día se apropian de lo que sólo es suyo por la fuerza. Los que estructuran su poder como sistema.
  Una distancia que el capital, en su funcionamiento, continuamente (re)produce.

  Tal fue la fuerza disolvente del orden que desplegaron las revueltas del nuevo proletariado, tal su capacidad de poner en cuestión los fundamentos de toda forma de dominio, tal el grado de desarticulación del poder que generaron sus apuestas por las relaciones cooperativas (sí, cooperativas, pero en el enfrentamiento; una cooperación que se desligaba de las exigencias del mando: eso fueron las cooperativas de producción y de vida, las «comunas» que se gestionaron de manera autónoma; eso fueron los movimientos contra las guerras imperialistas que en sus versiones más folclóricas clamaban por un mundo regido por el amor; eso fueron los movimientos de género, por la igualdad y contra la homofobia, que rompían la naturalización del dominio en las relaciones interhumanas; eso fueron las experiencias de comunicación horizontal; eso los movimientos contra la devastación del planeta por la barbarie desarrollista. Experiencias de auto-valorización). Fue tal la potencia constituyente de la clase obrera que emergía, que el restablecimiento de la obediencia exigió el retorno a la agresividad del amo amenazado. Si el compromiso fordista resultaba ahora peligroso, más valía olvidarlo: una ofensiva del capital sólo comparable a la que desembocó en los años treinta en la barbarie fascista se desató contra las conquistas obreras; pero ahora no se podía contemporizar ni errar el blanco. Se procedió a la liquidación física o simbólica de los desobedientes (así con los movimientos de revuelta en América Latina, con los elementos más activos de la minoría negra en Estados Unidos o con buena parte de los militantes de la izquierda radical europea) y al desarrollo de una estrategia de tierra quemada que recibió el nombre de neo-liberalismo.
  Con la ofensiva de las últimas décadas, el mito del rostro humano del capitalismo ha mostrado finalmente su verdadera esencia: falacia que la ideología del bien común alimentó para hacer tragar la bondad del compromiso y del acuerdo, de la resignación y la obediencia. Si algunos pensaron —supongamos que de buena fe— que era posible un bienestar de todos basado en la productividad y el consumo, si algunos creyeron que la concordia social era posible sin eliminar la propiedad privada de los medios de producción, sin socializarlos y devolverlos al común, su único dueño, despertaron pronto de su profundo sueño.
  Para frenar la revuelta instauraron regímenes dictatoriales y genocidas, organizaron guerras, promovieron por doquier legislaciones especiales de «emergencia», criminalizaron y encarcelaron activistas, procuraron maximizar el beneficio suprimiendo al mismo tiempo con el desempleo masivo la «seguridad laboral», diversificando las «zonas de inversión» en busca de «mano de obra» barata, desregulando o haciendo inefectivas las conquistas laborales y sociales logradas por la clase obrera a lo largo de décadas, forzaron flujos masivos de población, generaron bolsas de pobreza inauditas en un «mundo rico», jugaron a la especulación, comercializaron la desesperanza, desarticularon a toda una generación incentivando la dependencia a drogas consumidas en condiciones asesinas, reinventaron el pan y circo, la procesión y la pandereta, sazonaron el espectáculo ambiental con miseria y muerte. Y lo hicieron sistemáticamente.
  El Nuevo Orden Mundial exige la sumisión absoluta: en él sólo se está entre los elegidos siendo dúctil y maleable, teniendo «buen corazón» y bajando la cabeza.
  ¡Y todavía hay ingenuos que predican reivindicaciones «éticas»! ¡Y todavía hay quien habla de los «valores» de la izquierda! Son estúpidos o actúan de mala fe. No hay bien común posible cuando algunos son dueños de la vida ajena y la modelan o eliminan para su beneficio. Lo que es bueno para ellos, es para nosotros la muerte. Lo que para nosotros es bueno, para ellos es la ruina. No es una cuestión de valores sino de supervivencia. No cabe la igualdad sin arrebatarles lo que es nuestro.
  El modo de producción capitalista es una forma histórica de la organización del dominio. Lo es aunque cambie su rostro y sus adornos. Su tiempo es el de la explotación y el dominio. Lo es aunque algunos puedan vivir en él sin sentir el escalofrío de la muerte que provoca, aunque algunos puedan esconderse tras un silencio cómplice.
  Su espacio se ha modificado al ritmo de la resistencia, y con él, ciertamente, han cambiado sus ocupantes. Frente a los que viven de la explotación se configura ahora un proletariado que no tiene una identidad única ni una única sede productiva, que es multiforme y multi-identitario. Pero cambiar las fichas no elimina el tablero. La nueva clase obrera reúne a todas las etnias, a todos los géneros, a todas las edades; habla todas las lenguas, tiene todos los gustos, vive en todas partes, no tiene fronteras, ni banderas, ni credos: es omnipresente y proyecta por doquier la intensidad de su odio, la fuerza de su deseo. Es —y ahora más que nunca— la nueva multitud en marcha. Esa es la clave de su fuerza y el nuevo motor del cambio.
  El modo de producción capitalista, como todas las formas de dominio, tiene por sustento la apropiación, separando a la mayoría del control real de las condiciones que permitirían la actuación autónoma, impidiendo a la mayoría decidir el futuro. La salarización es la norma de las relaciones que en él se entablan, el trabajo obligado es su materialización productiva. El sometimiento es su resultado. La mediación es su estructura. Su tiempo es el de la muerte.
La historia no pasa en vano. La lucha de clases tiene esas cosas, modifica la articulación social del poder al ritmo del enfrentamiento, modificando al mismo tiempo las fuerzas y las posiciones de los contendientes. El proletariado, ahora, está en todas partes. La subversión puede aparecer en cualquier casilla del tablero porque la extensión de la salarización ha evidenciado la cualidad inmediatamente social —no sólo laboral, no sólo «económica»— del dominio.
  La nueva clase obrera, la nueva multitud, no se encuentra ya sólo en las fábricas sino que reaparece en todas las esferas de la (re)producción de las relaciones interhumanas. Y precisamente porque se extiende y se manifiesta en todos sus ámbitos, porque gestiona de hecho con su trabajo sometido todos los resortes que hacen posible la articulación social, podría, más fácilmente que nunca, organizar el mundo al margen del dominio, coordinar la actividad para una cooperación liberadora que hiciera borrón y cuenta nueva, que eliminase la posibilidad de la apropiación.
  Desde el 15 de mayo de 2011, el nuevo proletariado ha ocupado con sus luchas las calles de nuestro país. Lo que vaya a suceder de ahora en adelante sólo en las calles ocupadas se podrá decidir.

Juan Pedro García del Campo


“El nuevo proletariado” es un fragmento ligeramente modificado de Construir lo común, construir comunismo, publicado por Tierradenadie Ediciones:

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