La postmodernidad ¿acabó con los grandes relatos?, por Pablo García Rubio

(A la memoria de Eric Hobsbawm, de quien he leído las mejores interpretaciones de la realidad, siempre desde su óptica de historiador marxista hasta su muerte, el pasado día 1 de octubre). 


En 1979 el filósofo francés Jean François Lyotard acuñaba el término “posmodernidad” en su libro La condición posmoderna. Y lo describió como lo que llegó después de la modernidad. En arte este término se usa para referirse a las corrientes que siguieron al expresionismo y al arte, figurativo o no, de después de la 2ª Guerra Mundial. Y en Ciencias Sociales como la Historia o la Sociología se usa para hablar de lo que ha ocurrido después de la época de modernidad. Esto es, después de la conversión de estas disciplinas (las sociales) en ciencias modernas. 

La modernidad estaba marcada por los grandes paradigmas (metarrelatos, los llama Lyotard) que explicaban el mundo y su devenir. Estos paradigmas eran de carácter religioso –el cristianismo - o de carácter ideológico –el liberalismo, el marxismo-. Según Lyotard estos metarrelatos eran insostenibles ya, no resistían un razonamiento lógico. Umberto Eco lo expone muy bien en su celebrada obra El nombre de la Rosa: la relatividad, aplicada en ciencias sociales, significa que hay que dudar de todo, absolutamente todo. No hay verdades reveladas, así que lo primero que cae es la religión. Pero entonces ¿qué nos garantiza que lo que estamos haciendo, o las ideas que estamos sosteniendo, son las correctas? No hay garantía. La consecuencia, según Lyotard, es el descrédito del capitalismo, del cristianismo y del marxismo como grandes relatos. No sirven para saber cómo hemos llegado a esta situación, y tampoco para saber qué vendrá después. 

No se si la lectora se hace idea de lo que esto significa: no hay salvación posible, no hay vida después de la muerte, no hay mercado que sea capaz de regular nada y tampoco la lucha de clases es el motor de la historia. 

Lyotard avanza una solución para poder sobrevivir, pero no es esto el motivo de este artículo, aunque otro día quizás lo tratemos, porque tiene mucha miga. Tampoco vamos a hablar hoy de cómo afecta esta situación de relativismo y de posmodernidad a las ciencias sociales, aunque es un tema que algo afecta a lo que vamos a exponer aquí. Lo que hoy vamos a comentar es cómo se han llegado a usar estas conclusiones de un tiempo a esta parte. 

Al principio, en los 80, esto de la posmodernidad no tenía mucha repercusión. Sin embargo en 1989 cae el muro de Berlín, la Europa marxista se desintegra y la URSS se disuelve en 1991. Además la China Popular inicia su liberalización económica, viniendo a reconocer que el comunismo, como ideología económica, ha muerto. El momento de incertidumbre que genera esta situación, que es la del final de la Guerra Fría, es aprovechada por Francis Fukuyama para escribir su ensayo: El fin de la Historia que publicaba en 1992. Fukuyama era un funcionario de los Estados Unidos que opinaba que una vez que el marxismo había caído, había caído la última de las ideologías, en sintonía con la posmodernidad. La gente a partir de ese momento, afirmaba, sería más pragmática, adaptándose a lo que convenga a sus intereses en cada situación. Esto suponía el triunfo de la democracia, donde cada pocos años puedes decidir en función de lo que te convenga. Ese pragmatismo, evidentemente, venía determinado por la economía, lo que te convenga económicamente. 

En realidad el ensayo de Fukuyama era una exaltación de la victoria de los EE.UU. frente a la URSS en la Guerra Fría. Y lo que venía a decir es que no queda alternativa frente al capitalismo económico. Lo que ocurre es que este tipo fue lo suficientemente inteligente como para disfrazar al capitalismo de democracia: alternativa entre un capitalismo u otro, pero nada más. Y claro, si no hay ideologías, no podemos hablar de capitalismo. A partir de entonces se habla sólo de economía. Los economistas, que son unos científicos sociales (con todo lo que eso implica), se convierten automáticamente en técnicos del sistema económico. Y la economía se erige en ciencia exacta, se la viste de ciencia con método empírico e infalible, como si de la física o las matemáticas se tratase. 

Les voy a confesar una cosa, pero que no se enteren los economistas, porque les podemos herir en su amor propio: la economía siempre ha sido una ciencia social, nunca ha dejado de serlo, y sigue siéndolo. Eso quiere decir que la economía es una ciencia que estudia cosas que hacen los hombres, no la naturaleza. Y eso significa que no se puede predecir con exactitud, que no funciona regularmente y que no es exacta ni puede ser empírica, porque al ser humano no le salen nunca dos cosas exactamente iguales. La economía funciona en base a una serie de teorías, un sistema de ideas, es decir, funciona en base a una ideología. 

A pesar de Lyotard, bajo el disfraz de “ciencia económica” se esconde una ideología. Y para disgusto de Fukuyama, nosotros la vamos a desenmascarar: se llama neo-liberalismo. Es una ideología basada en las ideas de Adam Smith, un inglés del s. XVIII, que hablaba del Laissez faire-laissez passer, de que los mercados son capaces de autorregularse y, sin intervención estatal alguna, son capaces de redistribuir la riqueza por sí solos, llevando aquello que hace falta allá donde hace falta. El morfema neo- sirve para quitarle el regusto carca, dieciochesco y moderno (por oposición a posmoderno) del liberalismo. Y ya de paso para olvidarse del liberalismo político y sólo utilizar las teorías económicas de lo que fue el liberalismo. 

Sin una oposición a esta “ciencia”, puesto que las ideologías han muerto, desde los 90 se han dedicado a aplicarla sin miedo en todas partes. El nuevo negocio, globalizado el comercio ya, consiste en comerciar con los servicios públicos. Porque el estado, insistimos, no es necesario y podemos prescindir de él: los servicios que ofrece los puede ofrecer cualquier empresa privada. La cara más fea de esta ideología se ha revelado con la crisis, donde se ha demostrado que la política y la democracia no son más que una fachada para enmascarar a esos mercados que lo regulan todo, aprovechándose del pitote ideológico que la posmodernidad ha generado. Pitote que, evidentemente, ha afectado más a los que son o han sido marxistas. Esto es, a socialistas y comunistas, puesto que el marxismo es en realidad la única ideología que se ha visto derrotada por la posmodernidad. 

Resumiendo: que los servicios públicos están siendo destruidos. Y se destruyen en función de la ideología neoliberal, que opina que no debe haber ningún tipo de protección social, porque eso genera vagancia y gandulismo, y los chupones se aprovechan para parasitar a los honrados empresarios que generan la riqueza. En virtud de la posmodernidad y el pisto ideológico que ello supone, donde nadie tiene ni puta idea de lo que es, hemos llegado al fin de la historia, las ideologías y religiones han muerto. Lo cual convierte a la economía neoliberal en ciencia irreprochable y a sus preceptos ideológicos en indiscutibles. Me explico mejor: que la derecha ha convertido su ideología en única (si, como en una dictadura), y salirse de ahí, evidentemente, es ser un radical. Y como todo es relativo, muchos de la izquierda se lo han creído. 

Esto explica por qué vemos a presidentes como Zapatero, Papandreu o Blair (por no hablar de otros anteriores como González, Schroeder o Mitterrand) aplicar recortes a diestro y siniestro, apoyando intervenciones de la OTAN y traicionando a su propio electorado insistentemente. Se han creído la mentira posmoderna. O mejor dicho, se han creído que habíamos llegado al fin de la historia. 

Pero no es verdad, no es el fin de la historia. Si los ricos siguen teniendo su ideología nosotros también podemos tener la nuestra. La posmodernidad tiene buenas cosas, pero hasta el relativismo es relativo y no siempre se cumple. Siendo relativamente relativos, podemos pensar que hay verdades que son incuestionables (eso piensan, de hecho, los neoliberales). Y una es que la lucha de clases sigue siendo el motor de la historia, que solo finalizará cuando lleguemos al socialismo (nada hay más marxista que esto). Tanto es así que hasta la última revolución posmoderna, que no es otra que el 15-M, tan feminista, tan ecologista y tan pacifista, tenía como uno de sus lemas el siguiente: somos los de abajo contra los de arriba. Esto es lucha de clases, y si no, que venga Dios y lo vea.

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